17 de febrero de 2011

Tormenta

El sol que anunciaba el día por la mañana tardó poco en esfumarse, oscurecido por las nubes. Pronto el viento frío recorrió las calles y sopló en los patios interiores, con ese fantasmagórico sonido tan propio de los temporales inesperados. Salí, a pesar de todo. La lluvia estallaba en mil pedazos contra el suelo, formando charcos que emborronaba con mis pasos rápidos mientras luchaba para evitar que el viento destrozara mi enclenque paraguas. Sentí el agua en las piernas al caminar, sentí el viento escupiendo pequeñas gotas en mi cara, sentí el frío en las manos desnudas. Sentí al mundo hostil en esas gotas, en ese frío, en esos charcos, en ese viento intenso. De pronto una luz nívea lo inundó todo durante una fracción de segundo, como si una inmensa fotografía fuera a congelar el mundo para siempre en ese instante eterno, muerto, intangible, inmutable. Llegó, con el habitual retraso, el estruendoso rugido del trueno. Y fue entonces, aún con el sonido disipándose, cuando comenzó a caer hielo del cielo. Perlas de hielo golpeando cada baldosa, cada rama, cada paraguas. Cada recuerdo, cada palabra, cada imagen. El mundo se derrumbaba bajo mis pasos, sobre mi cabeza. Y yo ahí, en medio del frío, de los charcos, de la lluvia, del viento, del granizo...de todo. Ahí... Quieto.

Pensándolo bien, no había día más idóneo...