El recuerdo apareció de manera nítida mientras yacía en la cama tratando de dormir. Ni siquiera sé cómo llegué a él, pero ahí me vi, tan claramente como si fuera entonces. Sentí el mármol del suelo, el eco de los altos techos, el edificio imponente que habíamos hecho nuestro, el jardín interior y los pajarillos revoloteando de buena mañana entre la luz oblicua de un sol todavía bajo. Caminaba envuelto en una sudadera blanca, mi favorita por aquel entonces, y un pantalón verde de esos que jamás volverías a ponerte.
De repente pude sentirme como era, parte de una comunidad azarosa y revuelta que compartía la mitad de cada día entre clases, que eternizaba la media hora del recreo entre risas y conversaciones que ahora parecen tan lejanas. El barrio, el instituto; lo conocido, lo que te pertenece. Algo de todo aquello se va perdiendo, al menos para el pájaro que huye lejos.
Me acuerdo entonces de aquella niña en La gente del arrozal de Rithy Panh, que pregunta a su padre qué hay más allá de su arrozal. La montaña Boko, hija, donde hace mucho frío, al hablar sale humo por la boca, de las rocas mana agua tan fría que no puedes lavarte y es tan alta que, si alargas la mano, puedes incluso tocar las nubes. El rostro de la niña, que escucha atenta, muestra en sus ojos el inmenso vacío por llenar, el hambre de mundo y, a la vez, la indefensión y la inocencia ante lo desconocido. Resuelta, mira al horizonte con una mirada extraña, desde una distancia ignota.
No sabe ella cuántos lugares ha de conocer, ni que ninguno será como el arrozal.
No hay comentarios:
Publicar un comentario