2 de febrero de 2010

Emigrante

Para el emigrante los viajes de ida son los de vuelta. Las caras esquivas su familia, los trenes su descanso, aletargado entre paisajes que desfilan a toda velocidad tras el cristal donde pega la cara, debatiéndose entre el sopor y el hastío de una vida que va y viene, nunca a ningún lado, nunca para quedarse... De cuando en cuando un tunel oscurece el veloz paisaje devolviéndole el reflejo de una cara triste en el cristal, casi desconocida, apagada, donde tirita el brillo de unos ojos ahogándose entre frío y luces anaranjadas.

El emigrante todo lo mira, pero nada le parece bonito. Sólo en el tren, cuando los paisajes cruzan raudos ante sus ojos, encuentra algo bello a lo lejos que dura un parpadeo, el tiempo de inmortalizarlo en la retina durante unos pocos segundos hasta que la luz residual impresa en ella se diluye en la misma oscuridad de siempre, en un recuerdo vago, aún así bello, quizás por eso bello...

La eternidad es efímera para el emigrante, efímera como sólo la eternidad puede llegar a ser. Y es el único que sigue siendo un pasajero al bajar del tren.

La vida del emigrante es un cuento a lápiz...

borrón.