4 de abril de 2016

El pueblo

Hoy he comprado algo en el pakistaní de mi calle. Lo regenta un tipo simpático, que sabe cinco idiomas, cobra en catalán (por agradar), siempre saluda con alegría y pregunta qué tal estás. Muy bien, hombre, aquí de domingo, usted qué tal. Pues aquí muy bien, muy bien...

Me acerco a coger lo que quiero y me percato de que el volumen de la televisión está bastante alto. Antes de pedirle que me cobre miro lo que emiten. Era un canal árabe. Un joven entrevistaba respetuosamente a un viejo, acompañado por otro par de hombres y rodeado de varios niños que miraban atentamente lo que ocurría. Al fondo, alguna edificación básica de barro, algunos bueyes, y campo nomás.

Es mi pueblo –me dice–, mi pueblo. ¿Su pueblo? Mi pueblo, en Pakistán. Ya veo, y están entrevistando al hombre más mayor del pueblo, ¿no? 94 años tiene. Hala. Sí, el más mayor. ¿Y cuánto lleva usted fuera? Dos años, dos años llevo...

Me cuenta que tiene amigos trabajando por toda Europa. Que casi todos quieren volver. Porque allí se vive mejor –me dice–, en el pueblo... ¿Has visto los bueyes?

31 de agosto de 2015

L.

La recuerdo de manera nítida en aquella última fiesta que decretaba el fin del instituto, con su pelo corto y su vestido blanco. Estaba preciosa. Algo en ella brillaba ya, cuando aún la mayoría nos hacíamos adultos a torpes empujones. Nos sentíamos, al menos yo, como el saltador con los pies al borde del trampolín, sin decidir aún el salto que está a punto de realizar. Recuerdo lo que sentí al mirarla en aquella fiesta, recuerdo las veces que la hice reír esa noche. Aún conservo la foto de una de esas risas, un torpe autorretrato embargado de la emoción de la celebración que, a pesar de la cámara barata y la inexperiencia de la mano que la manejaba, o quizás precisamente por eso, refleja a la perfección aquel momento tan bonito. He pasado demasiado tiempo mirándolo, como queriendo decirle lo mucho que la echaré de menos.

Mi rostro poco tiene que ver ahora con el de aquel niño casi imberbe. El suyo ya no cambiará jamás.


19 de agosto de 2015

Melancolía

Cada línea de aquel rostro quedó inevitablemente clavada en sus retinas, condenando a su imaginación a dibujar siempre bajo ese precepto inasible. Un trazo cuya presión traspasaba la hoja, quedando grabada en las demás de manera casi imperceptible. El tiempo, lejos de emborronar aquella forma perenne, la asentaba aún más en su memoria. Una imagen que le persigue incansable, dando por perdida toda posibilidad de dibujar más allá de aquel trazo, convertido ya en un boceto macabro. Luces tenues que aparecen con los párpados cerrados y se mueven levemente evadiendo la mirada. Ya apenas recuerda los sueños, más allá de vértigos y encuentros imposibles de los que apenas recoge retazos de sentido. Teseo perdió el hilo, e hizo del laberinto su hogar, consciente del horror que transitaba en sus corredores.

De madrugada, observaba aquella primera foto ligeramente desenfocada. Y aquella mirada azul ya no tenía nada que decir. Pero por más que se prometía no volver, acababa, como siempre, frente a ella. Un ella formado por píxeles vacíos y una ausencia fría. Un fantasma hecho de señales eléctricas, congelado en aquella imagen muerta, pero tantas veces agitada. Su historia no terminó; simplemente se rajó por la mitad.

La melancolía no sería tanto la reacción regresiva ante la pérdida del objeto de amor, sino la capacidad fantasmática de hacer aparecer como perdido un objeto inapropiable.
Giorgio Agamben 

14 de junio de 2015

El saludo del caracol

Mientras miraba esos dibujos animados, pensaba en cómo la realidad estaba hecha de capas de ficción, capas densas y oscuras donde cada uno flotaba en su imaginación, construyendo identidades como castillos de arena a la orilla de un mar profundo y negro. Últimamente tenía la sensación de que gran parte de la vida ocurría ahí, en los desvaríos de una cabeza que hacía danzar la realidad como si de un diorama se tratara. El mal actor, del que hablaba Macbeth, que se pavonea en el escenario buscando sentido al ruido y la furia. Y qué es la ficción sino un mapa en lo imaginario, una partitura, una rasgadura de posible sentido, tan aleatorio como necesario. Una barca que atraviesa el mar de lo real, que nos permite flotar en un oceano posible, vagar a la deriva en la búsqueda de una verdad. Vivir es imaginar, y creernos poco a poco el papel. Pero en el fondo, algo nos recuerda que somos actores, y que bajo todas esas capas, desde el fondo del negro mar, nos mira la nada.

Y desde la nada, esa misma en la que pensaba, le saludaba aquel caracol.


3 de junio de 2015

Agazapada en los tejados

De repente, la plaza en silencio. La luna llena coronando la vista desde el balcón, engañosamente grande por la cercanía con los tejados. Incluso avanzada la madrugada, sorprende el silencio en una ciudad como Barcelona. Ahora, mientras escribo sentado en el mismo balcón, el zumbido de algún ventilador en la plaza, quién sabe para qué, avasalla la tranquilidad nocturna, y suenan coches lejanos o pasos perdidos cada dos por tres.

Pero antes, de repente, todo eso no era perceptible bajo el manto de un denso silencio nocturno a la luz de la luna llena. Respiré el aire fresco de la madrugada y me imaginé en el campo, junto a algún pueblo de la sierra de Huelva, entre encinas. La noche en la ciudad jamás se empapa de la paz del campo, del silencio absoluto; la ciudad es un ruidoso hormiguero. Pero en ese momento, durante apenas unos minutos simplemente permanecí en el balcón, ante la luna. Y aunque me sumergiera en las sensaciones de esas noches en el campo, ante mí se erigía la ciudad, con su luz anaranjada proyectando sombras rectas desde los balcones, con sus árboles cuidadosamente alineados, sus persianas cerradas y sus antenas de televisión en los tejados. Vivo en una plaza preciosa donde no conozco a nadie, y cada día me ofrece su alboroto y cada noche su silencio, casi siempre roto por voces o canciones. Pero esta noche, al menos en mi cabeza, la ciudad se mantuvo callada mientras te miraba, hasta que te escondiste entre los tejados y el graznido de unas gaviotas tempraneras me devolvió a la realidad. Y joder, qué tarde era en la realidad.

Cómo no ibas a ser Luna, y cómo no iba a contarte cuentos...


2 de junio de 2015

El arrozal

El recuerdo apareció de manera nítida mientras yacía en la cama tratando de dormir. Ni siquiera sé cómo llegué a él, pero ahí me vi, tan claramente como si fuera entonces. Sentí el mármol del suelo, el eco de los altos techos, el edificio imponente que habíamos hecho nuestro, el jardín interior y los pajarillos revoloteando de buena mañana entre la luz oblicua de un sol todavía bajo. Caminaba envuelto en una sudadera blanca, mi favorita por aquel entonces, y un pantalón verde de esos que jamás volverías a ponerte.

De repente pude sentirme como era, parte de una comunidad azarosa y revuelta que compartía la mitad de cada día entre clases, que eternizaba la media hora del recreo entre risas y conversaciones que ahora parecen tan lejanas. El barrio, el instituto; lo conocido, lo que te pertenece. Algo de todo aquello se va perdiendo, al menos para el pájaro que huye lejos.

Me acuerdo entonces de aquella niña en La gente del arrozal de Rithy Panh, que pregunta a su padre qué hay más allá de su arrozal. La montaña Boko, hija, donde hace mucho frío, al hablar sale humo por la boca, de las rocas mana agua tan fría que no puedes lavarte y es tan alta que, si alargas la mano, puedes incluso tocar las nubes. El rostro de la niña, que escucha atenta, muestra en sus ojos el inmenso vacío por llenar, el hambre de mundo y, a la vez, la indefensión y la inocencia ante lo desconocido. Resuelta, mira al horizonte con una mirada extraña, desde una distancia ignota.

No sabe ella cuántos lugares ha de conocer, ni que ninguno será como el arrozal.

30 de diciembre de 2014

Miradas muertas

Dijo una vez Jean-Luc Godard que el cine es la historia de hombres filmando a mujeres. Algo de eso hay, sin duda, en las musas de la modernidad cinematográfica europea. Cuando veo esas películas no puedo evitar preguntarme qué sentirán ahora las actrices al verse retratadas por sus amantes, qué sentirán ellos al ver esos rostros mirar a cámara, mirar al que mira. La mirada es posiblemente el mensaje más incierto y más sugerente. Y por eso mismo se torna tan traicionero cuando se lo inmortaliza en granos de plata, píxeles o vagos recuerdos. Todo gesto está unido a un instante, y por más que inventáramos el tiempo, la mayoría somos incapaces de comprenderlo. El pasado nunca devuelve la mirada. Esos rostros son fantasmas, y a pesar de todo los hacemos danzar en nuestra memoria y los pensamos antes de dormir. Jamás entendí el olvido, por eso me fascina tanto. Quizás por eso elegí perderme en el cine. No existe arte más empeñado en no olvidar.

Fotografía: The Red List (Anna Karina en el rodaje de Le petit soldat, de Jean-Luc Godard, 1960)

21 de diciembre de 2014

Revoleo

Un bar a media tarde, las mesas aún por recoger. Unos apuran el vino, otros se van marchando. Un niño y una niña corretean entre las sillas, persiguiéndose. Todo es espontáneo en sus risas, gestos y miradas. Como el revoleo de dos gatillos. Apenas un instante minúsculo de conexión, de la más banal e inconsciente de las intimidades. Ellos apenas lo saben, tienen esa suerte. Yo los observo desde otro tiempo, desde una distancia que casi me abruma. Ellos no lo saben, pero quizás son la imagen más certera que recuerdo del amor.


23 de junio de 2014

Domingo

¿Adónde camina toda esa gente cabizbaja y dubitativa un domingo por la tarde, un domingo de esos en los que el tiempo parece flotar en el ambiente? ¿Adónde van, Luna? Casi sin quererlo la noche ha matado al día. Parecemos todos despistados, perdidos en ese caos que late en la indiferencia. Esta noche de domingo parece ser la anomalía en la rutina, la pieza del engranaje que no encaja. Esta noche de domingo se puede sentir el abismo bajo las baldosas que todos observamos con la mirada cansada al caminar. No lo vemos, pero él nos mira.

Los domingos siempre son extraños, Luna, pero éste huele diferente. Huele a tilos y a verano, pero no es un verano de salitre y largas noches en la orilla. Es un verano diferente, con menos colores. Las caras han dejado de brillar. No hay nada tras ellas. Los lugares vacíos parecen fotografías de otro lugar, los lugares llenos rezuman una felicidad distraida y ajena. Yo los transito como un fantasma.

Bostezo, me desperezo, pero creo que sigo dormido. Las noches se comieron a las mañanas, el sol no calienta como debería y la arena de la playa está fría. ¿Sabes lo triste que es eso, Luna? Una de esas pequeñas cosas que más me gustan de la playa es tumbarme en la arena aún caliente cuando el sol ya no quema. El aire empieza a estar frío, pero la arena aún emana calidez. Es como abrazar a la tierra. Pero se enfría; la arena siempre se enfría y sólo queda esperar al día siguiente.


30 de abril de 2013

Borrones a Luna

La conclusión que va a sacar Luna es que el que le escribía los cuentos tenía los ojos nublados de soñar demasiado...

Y es que precísamente ese fue siempre su problema: se empeñaba en soñar demasiado, esperar demasiado, querer demasiado y perder demasiado... Se empeñaba en mirarlo todo a través de esas brumas en sus ojos, de esa idílica esperanza que albergaba callado, que tarareaba y saboreaba en los labios antes de dormirse.

A pesar de todo nada cambiaba. Pero él seguía escribiéndole a Luna, seguía manteniéndola ahí como el símbolo de lo que nunca dejaría de buscar, por más que se emborronara. Y se quebraba la cabeza para alumbrar líneas que quizás nunca tendrían destinatario, pero que siempre tuvieron motivo. En las líneas iba muriendo, poco a poco, quizás él, quizás la propia Luna. Entre las letras se destilaban pequeñas muertes, pequeñas derrotas. Pero la propia letra albergaba en su misma razón de ser esa terca esperanza, que se mantenía intacta a todas las elegías que él mismo le tejía en las noches largas. Era inútil, la tenía muy clavada...

Aunque todo pesaba, nada cambiaba.


11 de abril de 2013

Agujeros

Ojalá la vida fuera como en las fotografías -piensa él-. Imágenes congeladas de un mundo posible, imaginable, en el que nada cambia, todo permanece nítido. El fondo fuera de foco, las sonrisas inmortalizadas, la mirada cazada y eternizada. Ojalá se quedara así, quieta, mirándome siempre con esa expresión, con esa felicidad cómplice… 

Pero tras el clic, tras el parpadeo mecánico, la expresión desaparece. Todo cambia, el tiempo pasa y la mirada dibujada en esos píxeles contiene la misma expresión, pero ahora esa felicidad desplazada se vuelve gélida, cortante. Se clava en las tripas, se siente como un enorme agujero.

Al final tenía tantos agujeros en el estómago como fotos en su álbum. Y no había forma de llenarlos con nada...