27 de noviembre de 2010

De tierras

Muchas de mis convicciones poca gente las entiende. Escapar de lo convencional, de la opinión hegemónica y tradicional de la mayoría, tiene esas consecuencias a veces. Sin embargo no sólo no me importa, sino que me gusta ver que, en cierto tipo de cosas, no voy en el mismo barco que esa mayoría.

Quizás ésta sea una de las cuestiones en las que más se vislumbra esa aparente singularidad: el amor a la tierra que te vio crecer. La mayoría hemos pasado la mayor parte de nuestros años en una tierra, en la que hemos establecido lazos con amigos, en la que tenemos a la mayor parte de nuestra familia y en la que hemos tejido recuerdos con todo tipo de instantes de nuestra vida. Y ese lugar, en el que hemos vivido y aprendido a vivir, se acaba convirtiendo en un sitio al que volver y una especie de bandera que nos define y que defendemos por encima de los demás. Y por supuesto, acorde con la condición humana, le añadimos el posesivo y lo hacemos nuestro. Nuestro nido, nuestra tierra, nuestra ciudad o nuestro pueblo.

En mi caso es Huelva, esa ciudad fea, pequeña y asfixiada, tan carente de todo y tan llena de cosas que sobran. Cuando pasé a vivir en Sevilla me sorprendió descubrir que mi casa podía ser apenas una cama y buena compañía. Y ahora me resulta grato comprobar que puedo sentirme en casa a mil kilómetros del lugar que me vio nacer.

Siempre he despreciado y evitado ese tipo de pasión multitudinaria e impersonal vacía de razones. Esa pasión de masas tan propia del fútbol, la religión o los nacionalismos. Y ésta no me parece muy distinta.

Prefiero no izar banderas, me definan o no. No le debo nada a la tierra que me vio crecer. Ni le pertenezco ni la siento mía. Los lazos no los establezco con un lugar, o con una procedencia. Los lazos los establezco con las personas, y son las personas las que hacen mi casa. Por eso mi casa no está en ningún sitio y puede estar donde sea.

Y si tengo a donde volver es porque hay quién me espera.

12 de noviembre de 2010

Despertad...

Levantaos y olvidad. Olvidad vuestra fe vacía, olvidad las creencias que os inculcaron en la infancia, olvidad lo que os dijeron que era imposible, olvidad las respuestas místicas, olvidad la magnificencia del predicador... Olvidad lo prohibido...

Olvidad lo que os dijeron que estaba bien o mal, olvidad los valores que estaban escritos antes de que pudierais leerlos, olvidad las advertencias de los viejos, olvidad las piedras del camino, olvidad que hay un camino, olvidad las tradiciones... Olvidad la agresividad con la que enseñáis los dientes al que zarandea vuestras convicciones, tan arraigadas como ajenas en el fondo... Olvidad ese dogma que habéis pervertido hasta hacerlo cómodo. Olvidad toda convicción, toda seguridad, toda norma, todo creador y todo falso dios que gobierna vuestro destino -¡olvidad el destino!- y reprueba vuestros actos más humanos... ¡Abrazad vuestra humanidad de una vez, abrazad la impureza, olvidad al dios castrado que intenta castrar al mundo! ¡Despertad!

Despreciad la superior clarividencia del que mira más allá, inventando lo que no existe. Asumid que no existe. Asumid que no hay respuestas, asumid que no hay nada más, asumid que lo que ganamos lo perdemos, que todo se lo lleva el tiempo tan rápido como lo trajo... Asumid la muerte, la pérdida, el vacío, el sinsentido...

Prefiero preguntas eternas a respuestas fáciles y falsas...

6 de noviembre de 2010

Réquiem por un destino

Es paradójico, y terriblemente ilustrador de lo que es la condición humana, que en un mundo donde el hombre ha pisado la luna continúe muriendo gente por la picadura de un mosquito, por frío o por no tener qué llevarse a la boca...

No tenía razón aquel poeta que dijo que todos los ríos van a dar a la mar... No puede tener razón cuando algunos ríos nacen desembocando irremisiblemente, cuando algunos ríos no tienen el derecho a recorrer la tierra y formar cascadas, cuando algunos ríos mueren antes de haber nacido...

No nos merecemos la tierra que pisamos ni el aire que respiramos... Somos muerte, y muerte es lo que nos espera.

3 de noviembre de 2010

Conversaciones de aire fuerte

Lo malo es que los intelectuales emocionales, los filósofos, los lúcidos, por muy superiores que se sientan respecto a la mayoría de las personas con las que conviven, están abocados al silencio y a la soledad intelectual si no se buscan una cueva adecuada. La gente no quiere que las lleves al huerto, que tengas la razón siempre, que lo critiques todo, que rasques siempre todos los maquillajes y hurgues constantemente y le estropees el disfraz a todo el mundo. La gente quiere vivir engañada y calentita.

Manuel Hachero