Muchas de mis convicciones poca gente las entiende. Escapar de lo convencional, de la opinión hegemónica y tradicional de la mayoría, tiene esas consecuencias a veces. Sin embargo no sólo no me importa, sino que me gusta ver que, en cierto tipo de cosas, no voy en el mismo barco que esa mayoría.
Quizás ésta sea una de las cuestiones en las que más se vislumbra esa aparente singularidad: el amor a la tierra que te vio crecer. La mayoría hemos pasado la mayor parte de nuestros años en una tierra, en la que hemos establecido lazos con amigos, en la que tenemos a la mayor parte de nuestra familia y en la que hemos tejido recuerdos con todo tipo de instantes de nuestra vida. Y ese lugar, en el que hemos vivido y aprendido a vivir, se acaba convirtiendo en un sitio al que volver y una especie de bandera que nos define y que defendemos por encima de los demás. Y por supuesto, acorde con la condición humana, le añadimos el posesivo y lo hacemos nuestro. Nuestro nido, nuestra tierra, nuestra ciudad o nuestro pueblo.
En mi caso es Huelva, esa ciudad fea, pequeña y asfixiada, tan carente de todo y tan llena de cosas que sobran. Cuando pasé a vivir en Sevilla me sorprendió descubrir que mi casa podía ser apenas una cama y buena compañía. Y ahora me resulta grato comprobar que puedo sentirme en casa a mil kilómetros del lugar que me vio nacer.
Siempre he despreciado y evitado ese tipo de pasión multitudinaria e impersonal vacía de razones. Esa pasión de masas tan propia del fútbol, la religión o los nacionalismos. Y ésta no me parece muy distinta.
Prefiero no izar banderas, me definan o no. No le debo nada a la tierra que me vio crecer. Ni le pertenezco ni la siento mía. Los lazos no los establezco con un lugar, o con una procedencia. Los lazos los establezco con las personas, y son las personas las que hacen mi casa. Por eso mi casa no está en ningún sitio y puede estar donde sea.
Y si tengo a donde volver es porque hay quién me espera.