31 de agosto de 2015

L.

La recuerdo de manera nítida en aquella última fiesta que decretaba el fin del instituto, con su pelo corto y su vestido blanco. Estaba preciosa. Algo en ella brillaba ya, cuando aún la mayoría nos hacíamos adultos a torpes empujones. Nos sentíamos, al menos yo, como el saltador con los pies al borde del trampolín, sin decidir aún el salto que está a punto de realizar. Recuerdo lo que sentí al mirarla en aquella fiesta, recuerdo las veces que la hice reír esa noche. Aún conservo la foto de una de esas risas, un torpe autorretrato embargado de la emoción de la celebración que, a pesar de la cámara barata y la inexperiencia de la mano que la manejaba, o quizás precisamente por eso, refleja a la perfección aquel momento tan bonito. He pasado demasiado tiempo mirándolo, como queriendo decirle lo mucho que la echaré de menos.

Mi rostro poco tiene que ver ahora con el de aquel niño casi imberbe. El suyo ya no cambiará jamás.


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